Nacional, Friday 9 de November de 2018

Si se habla de transfusión sanguínea es insoslayable contar la historia del médico e investigador argentino Luis Agote. Y sabremos por qué el 9 de noviembre se instituyó como Día Nacional del Donante Voluntario de Sangre.

 

La ocasión era propicia. Alrededor de una cama de una de las salas del Instituto Modelo de Clínica Médica, del Hospital Rawson de la ciudad de Buenos Aires, se apretujaban el intendente municipal, el rector de la Universidad de Buenos Aires, el decano de la Facultad de Medicina, el Director de la Asistencia Pública y muchos médicos, enfermeras y curiosos.

Todos alrededor de un enfermo, que esperaba la prueba que confirmaría un descubrimiento mundial, que salvaría millones de vidas: sería transfundido con sangre previamente conservada. Si hablamos de transfusión hay que contar la historia del doctor Luis Agote. Y sabremos por qué el 9 de noviembre se instituyó como Día Nacional del Donante Voluntario de Sangre.

Luis Agote había nacido el 22 de septiembre de 1868 en la ciudad de Buenos Aires, graduándose de médico en la Universidad de Buenos Aires en 1893. Al año siguiente fue nombrado Secretario del Departamento Nacional de Higiene y luego director del Lazareto que funcionaba, desde la época de la epidemia de fiebre amarilla, en la isla Martín García. Llegó a ser jefe de sala en el Hospital Rawson y desde 1915 hasta 1929 se desempeñó como profesor titular de Clínica Médica.

Fuera de su actividad como médico y profesor, en 1912 fue Comisionado Municipal del Partido de General San Martín y dos veces diputado nacional. Sus proyectos más recordados son la creación de la Universidad Nacional del Litoral, la anexión del Colegio Nacional de Buenos Aires a la UBA y un Patronato para menores. Fue autor de varios libros, en los que incursionó en varios géneros, como la poesía y la biografía.

Su descubrimiento

En 1911 fundó el Instituto Modelo de Clínica en el Hospital Rawson. Comenzó estudiando cómo parar las hemorragias en pacientes hemofílicos; luego sus investigaciones se centraron en hallar un método que evitase la coagulación de la sangre y así poder conservarla. Hasta comienzos del siglo XX las transfusiones se hacían directamente de dador a paciente.

Junto al laboratorista Lucio Imaz Apphatie primero probaron con el diseño de recipientes especiales; luego experimentaron someter a la sangre a distintas temperaturas pero el líquido, ante la sola exposición del aire, se coagulaba. Hasta que el doctor Agote probó con agregarle citrato de sodio, que es una sal derivada del ácido cítrico presente, por ejemplo, en el limón.

Guardó la mezcla y pasadas dos semanas comprobó que la sangre no se había coagulado. Y en el mismo sentido, comprobó que el citrato de sodio era perfectamente eliminado por el organismo. Comenzaron experimentando transfusiones con perros entre razas diferentes y no observaron rechazos.

La primera prueba con humanos la hicieron el 9 de noviembre de 1914 con un enfermo de tuberculosis y el portero del Instituto, Ramón Mosquera, quien fue el donante. El doctor Ernesto Merlo supervisó la técnica. Y fue con éxito. El mismo llegó a transfundirse.

El 15 de noviembre de 1914 ante la presencia de autoridades se realizó otra demostración. Enrique Palacios, Intendente Municipal; Epifanio Uballes, rector de la UBA; Luis Güemes, decano de la Facultad de Medicina y Baldomero Sommer, Director General de Asistencia Pública fueron los testigos de la transfusión.

La paciente era una pálida parturienta que "esperaba con gran temor, lo que ella supusiera cruenta operación", según la crónica de la época, que recibió 300 cm3 de sangre que le habían extraído de su brazo derecho al carpintero del Instituto, señor Machia. La sangre donada estaba en un recipiente –posteriormente bautizado como "Aparato modelo Profesor Agote"- donde se mezcló con el citrato de sodio al 25% y luego se la inyectaría a la mujer. A los tres días, la paciente recibió el alta.

El descubrimiento, que Agote se negó a patentar pero sí ceder a todos los países que en ese momento estaban en guerra, salvaría millones de vidas. Lo comunicó a los medios de prensa, a los embajadores de los países involucrados en la Gran Guerra y a las revistas médicas internacionales. Que la noticia fuera publicada por el diario New York Herald sirvió para la misma diese la vuelta al mundo.

Hubo intentos de profesionales de otros países en adjudicarse la primicia del hallazgo. Albert Hustin, de la Academia de Ciencias Biológicas y Naturales de Bruselas y Richard Lewisohn, del Mount Sinai Hospital, de Estados Unidos, mantuvieron una larga polémica con Agote, ya que ellos también estaban trabajando en el mismo sentido.

Agote falleció el 14 de noviembre de 1954, exactamente 40 años después de su descubrimiento. Fue en su casa de la calle Pretti 311, en Turdera, casi frente a la estación del ferrocarril. La noticia de su muerte pasó casi desapercibida.

El día anterior había llegado a Buenos Aires la urna con las cenizas del suizo Aimé Félix Tschiffely quien entre 1925 y 1928 con dos caballos –Gato y Mancha- había unido las ciudades de Buenos Aires y Nueva York.

Un imponente desfile del que participaron cadetes del Colegio Militar, motociclistas de la Escuela de Policías, paisanos en sus caballos y agrupaciones tradicionalistas escoltaron la urna desde el Parque Tres de Febrero hasta el cementerio de la Recoleta, opacaron su desaparición física. Por suerte, en la actualidad hay escuelas, institutos médicos y calles que homenajean a quien, sin buscar ningún rédito, hizo una contribución enorme a l